(…) La anomalía del territorio de lo
artístico es que se redefine constantemente. El arte es aquello que siempre
puede ser otra cosa, porque todo puede de repente llamarse arte. Hay un
territorio de juego que valora cierto tipo de acciones para percibirlas dentro
de un marco discursivo. No siempre fue así. En algún momento el arte fue algo
que tenía que estar en un salón de exhibiciones. Tuvimos que inventar la noción
del museo, que viene de la Revolución Francesa. Luego en el modernismo inventamos
el cubo blanco, que básicamente es otro marco, un entorno en el cual entran
varias cosas. Rueda de bicicleta (1913) de Marcel Duchamp es arte porque
está dentro de ese cubo blanco, si la saca a la calle sólo es una rueda. Y
luego llega un momento donde estamos prescindiendo inclusive del cubo blanco,
que es el momento más fascinante: ahora. Ya sin el espacio físico, el marco que
nos queda es básicamente discursivo: siempre y cuando esté ese discurso del
arte algo podrá ser arte. Está el ejemplo del artista David Horvitz, quien
ilustró varios artículos de Wikipedia sobre playas de California con fotos de
dichos lugares insertándose a sí mismo, a lo lejos, en ellas. La foto en sí
funciona como ilustración de la playa, pero a la vez es una intervención
artística. En este caso, la percepción de esta obra como obra radicaba en la
posibilidad de que alguien supiera que Horvitz, el artista, le había dado esa
intención, pero de otra forma la obra pasaría desapercibida. Es arte porque se
hace una cosa y algunas personas sabemos que es una obra y ya. Ese es el único
contexto que necesitamos. Eso es lo que nos queda. Lo maravilloso de este
momento es que el territorio de la discursividad es intangible y manipulable
por cualquiera. No importa cuánto dinero tengas y qué tan poderoso seas: no
tienes mayor control que otros sobre la fuerza de gravedad de la discursividad.
(…)
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